sábado, 28 de julio de 2007

Sábado, 6:40 am.

Mochilas y costal caen otra vez pesadamente al suelo, y la luz del sol se sesga entre las efímeras nubes de polvo removido. Richi se sienta sobre su bulto azul, echa la cabeza para atrás -gesto que repetirá durante gran parte de la mañana- y respira ruidosamente por la nariz, arrugándola. Daniel se da un tiempo para, esta vez sí, extraer sus delicados anteojos del atadito que ha hecho con su pañoleta en un bolsillo de su mochila. Comprueba con decepción y asombro que aún no se le han roto, y los instala en su cara con desmaño. Mientras su musculatura ocular se hace cargo del nuevo ángulo de los haces de luz que -demasiado precisos ahora- hieren sus córneas, la enorme realidad de la pared contra la que han venido a medirse crece y se asienta frente a los dos muchachos. De pronto se sienten pequeños y vulnerables, y desprendiéndose de cuatro suprarrenales al torrente sanguíneo, sendas diminutas gotas de adrenalina empiezan su labor salvífica. Las palmas se crispan, la tiza que las secó hace cinco minutos se humedece, las nucas se arrugan y los labios se tornan prietos y callados.

Frente a ellos, sobre ellos ya, los peñascos separados se van congregando en un volumen cada vez más vertical, hasta que cesan y dejan ver la gran masa pétrea que les servía de apoyo y que ahora se eleva como queriendo librarse de esa carga parásita. Es una pared rocosa relativamente grande, de poco más de cien metros de altura pero que ha sido despreciada por algunos en vista de que en otros puntos del valle había potencial para vías incluso del doble de largas.

A Daniel le consta que mucho ha influido en ese desdén la presencia de una franja horizontal de roca deleznable, que en ciertos lugares tiene la consistencia de la tiza, incluso del azúcar húmedo. Rojiza, plena de vetas descompuestas de lutita que cercan ocasionales retazos de piedra más firme, corta la pared a un tercio de su altura e impide el paso a las largas y estupendas superficies de más arriba. Daniel recuerda con cariño ese día lluvioso de 1977 en el que -enaltecido por su novísima condición de groupie- vió al mítico Don Cowans, acompañado por Len, intentar atravesar ese pantano vertical. Ni Cowans ni su principal secuaz compartían el generalizado desprecio por la roca peligrosa y estaban más que dispuestos a correr riesgos. Don, encabezando la cordada, situó a Len en una abreviada repisa que marcaba el término de la roca decente, y en media hora de intensa calma atravesó la franja podrida mientras bajo un casco descolorido su compañero lo aseguraba en medio de una moderada lluvia de piedras.

Don era un gringo seco y curtido: parecía estar hecho de un solo tendón. Era una delicia verlo escalar. Había en su calma, en su economía de movimientos una como manchesteriana consagración al trabajo absurdo y sin esperanza, que sin embargo no lograba ocultar el hecho evidente de que se estaba divirtiendo a rabiar, pese a sus fail ’ere ’n you’re meat, man. Veinte años apresando roca entre los dedos lo habían convertido en un perito, en un eximio tasador de cristales, rebordes, posiciones y flexiones. Ascendía cumpliendo una rutina tan antigua como la humanidad: la de conquistar terreno nuevo. Avanzado medio metro, se dedicaba un minuto a acariciar, husmear y tasar cuanta rugosidad quedaba a su alcance, desechaba todo aquello que no soportaría su peso, establecía las dos o tres mejores posibilidades restantes y se dedicaba a investigar la mejor manera de encaramarse sobre ellas. Al rato, habiéndola descubierto, se movía ganando otro medio metro y recomenzando su amplio braille corporal. La franja de tiza en la que ahora se encontraba, sin embargo, componía un problema mayúsculo en el que ningún agarre era sólido y en el que Don debía confiar a cada instante que los impredecibles cristales que forzaba no resolvieran quebrarse bajo sus dedos. Pero en él aparecía como laxitud lo que en otro menos experto hubiera resultado en un temblor incontrolable; incluso lanzó algunos chistes para sazonar las no pocas piedras sueltas que separaba de la pared con una mano y arrojaba con cuidado lejos del grupo allá, muy abajo.

Tras quince metros de esa tortura mental se libró de las insidias de la lutita y pudo alcanzar el inicio de una lámina poco inclinada de excelente granito rosa, pero no halló cómo proteger su avance más allá de ese punto, o no quiso hallarlo en vistas de que el día llegaba a su fin. Eso, sumado a la incertidumbre del tiempo, lo primitivo del material de entonces (y quizá, dada su reputación, a la falta de necesidad de seguir demostrando lo bueno que era) lo hizo volver tras avanzar esos primeros metros. Plantó un temible clavo y colgándose de él descendió hasta Len. No importaba. Habían resuelto los primeros treinta y cinco metros y la mitad de la treintena siguiente. Media pared "imposible": no estaba mal para un día nublado. Y aunque también ellos debieron haber sentido el estorbo potencial de la muy antigua presencia de Bodach -que reputadamente había entrado al valle, y se decía que a esta misma ruta, a principios de los sesentas- resolvieron dejar el punto de lado. Aquel verano de 1977 quedó allí la ruta (que probablemente Bodach ni siquiera intentara doce o trece años antes) incompleta pero terminal, bautizada Epílogo por un Don premonitor. Resulta siniestro recordar que aquella sería su última vía, pues dejó de escalar para dedicarse a la más nueva locura de California. En el verano de 1980 el férreo gringo se mató en un accidente en ala delta.

¿Plagio u homenaje?

En una esquina, sobre una robusta mesa de madera oscura que semejaba un trono, había un espectacular reloj de arena, el más grande y adornado que hubiera visto jamás. Desde la esquina, el armatoste se defendía de su arrinconamiento ofendiendo a toda la sala con su presencia formidable. El doble globo debía tener más de medio metro de alto.

Daniel se detuvo frente al objeto, la extravaganza más chalada que hubiera visto. Su doble globo de cristal, dividido por una angosta cintura, alzaba medio metro sobre la mesa, y cada globo tenía casi treinta centímetros de diámetro. El globo superior se coronaba con un anillo de oro del que sobresalían ocho parejitas compuestas, cada una, de una salamandra cabalgando sobre una rana boquiabierta. En lo más alto, aprisionando el cristal, engastado de perlas y coronado por una medialuna de plata, un casquete dorado –nada le costaba creer que de oro- se dibujaba un cielo repleto de estrellas. El perímetro estaba adornado por una banda que decía cataractae caeli apertae sunt. Se preguntó qué utilidad o sentido tendría todo eso cuando el reloj estuviera invertido: de hecho, cuatro patas rechonchas, curvadas para afuera, surgían de un segundo anillo dorado que sostenía el globo inferior de manera unívocamente vertical. Se preguntó cómo podía ser fijo un reloj de arena. En ese momento notó, depositado en la cima del cono detenido, una especie de barquito en miniatura, también de oro. Fino polvillo blanco todavía caía de su techito a dos aguas. La imagen de una barquita en la cumbre de una montaña le recordaba a... Daniel pasó los dedos por la inscripción.

-Es latín. No lo toques o Gwen nos mata- advirtió Nikalina. Daniel observó que frente al reloj ella mantenía una distancia prudente, con los pies juntos, las manos tras la espalda y el torso inclinado como si observara un arbusto aquejado de hongos; él retiró la mano y el cuerpo casi por acto reflejo.
-¿Gwen?
-Mi mamá. ¿Sabes algo de latín?
-No –replicó Daniel-. Pero es evidente que la frase tiene que ver algo con cataratas abiertas. Del cielo –añadió, considerando caeli, el casquete estrellado y la medialuna-. ¿Una lluvia?
-Una lluvia, sí. Una realmente grande. Allí dice “se abrieron las compuertas del cielo”. Este espanto representa el Diluvio Universal. Noé, el asunto del Arca, ¿recuerdas la historia? Está en la Biblia.
-Por supuesto. Pero, ¿tú sabes latín? –Daniel no quería dejar de mostrarse asombrado. Porque lo estaba. Esta chica era suficientemente rara como para ser... perfecta.
-Sólo un poco... Parece que la función de hoy acaba de terminar, hace unos minutos. Mira: el “arca” está levantada a la altura correcta por una varilla de oro. Cuando se completa el ciclo el barquito queda precisamente en la cima del cono de arena, que en ese momento es el Ararat.
-¿Y cómo se regresa la arena a la esfera de arriba?
-Gwen se da el trabajo de voltear el aparato por las noches. La mesa tiene como un soporte que se adapta al casquete superior y permite fijarlo de cabeza. Es un reloj de arena de sólo medio día.
-Bueno, el día tendrá doce horas o veinticuatro, según lo veas.
-Vulnerant omnes, ultima necat.
-¿Qué significa?
-“Todas hieren, la última mata”.
Daniel guardó silencio unos momentos.
-¿Las horas?
Ella se vovió a mirarlo, sonriente. -Las horas- aprobó. Un reloj dio las siete, una vehemencia del último sol exaltó los cristales, el aire trajo una apasionada y reconocible música húngara. Daniel preguntó:
-¿Qué es eso que suena?
-Creo que es Los Enemigos, de Jaromir Hládik –replicó ella. Mi papá lo viene escuchando desde hace días.

Me había dicho mi padre que no saliera, que la gente estaba muy agitada en Lima en estos días. Días atrás yo escuchaba hablar a los guardias de la embajada desde mi ventana. Pasaba algo con los periódicos: el gobierno los había expropiado o algo así, la policía estaba sin control... Gwen nos advirtió que avisáramos si se acercaba alguno a la casa. Le pregunté a Holek (él se no se llamaba así, pero no recuerdo por qué ése fue su nombre desde entonces) qué pasaba en la ciudad, y no supo decírmelo. De la política de su propio país no sabía más que yo, una extranjera; claro que tampoco las monjas o el resto de las chicas, pero él tenía una especie de conciencia divertida a propósito de eso, un no querer saber que entonces a mí, que quería ser marxista y era la prometedora hija mayor de un miembro del Partido, me resultaba extrañamente atractivo.

-Nikalina Kracsec, en
Sábado, novela por Enrique Prochazka, loc. cit.

martes, 24 de julio de 2007

Libros terminados

Un libro terminado es la voluntad de la raza hindú, que, salida apenas del neolítico, se dedica a urdir durante mil, dos mil años cuatro textos inmensos y a aprenderlos de memoria, frase por frase, párrafo por párrafo, título tras título, generación tras generación e imperio tras imperio y entregarlos a la imprenta occidental recién en 1780 sin nombre de autor y diciendo, casi como una excusa: los Vedas son sólo un producto suplementario del Tiempo.

Un libro terminado es Plinio el Viejo, que se hace afeitar mientras le leen y dicta una nota para los treinta y siete libros de su Historia Natural, y luego otra nota, y así treinta mil notas, que usa aquí y allá también en su Caballería, en los dos libros de su Vida de Pomponio Segundo, en los veinte de sus Guerras Germánicas, en los tres de El Adiestramiento del Orador, en los ocho de Usos Gramaticales Dudosos, en los treinta y uno de Una Continuación de la Historia de Aufidio Baso. Plinio el Viejo, que se tiende a la espera de la muerte sobre las arenas cenicientas de la bahía de Nápoles durante la erupción del Vesubio, y aunque nadie está allí para tomar apuntes, dicta, dicta, dicta.

Un libro terminado es Leibniz, que no puede escribir si no discute con Geulcinx, con Gassendi, con Spinoza, que empieza a ser considerado pero no logra convencer a Europa de sus razones porque allí está nada menos que Locke, el gran Locke, autor del eminente Ensayo sobre el entendimiento humano, y que se niega olímpicamente a contestar sus cartas. En su desesperación Leibniz escribe un libro-cachetada que refuta a Locke palabra por palabra, párrafo por párrafo, capítulo por capítulo, y que se titula Nuevo ensayo sobre el entendimiento humano. Y se sienta a esperar las noticias de la (ya inevitable) respuesta de su adversario. Éstas llegan de inmediato: Locke ha fallecido, y ni siquiera Leibniz puede nada contra la terquedad de la muerte.

Un libro terminado es Laurence Sterne, que simplemente escribe todo lo que se le ocurre hasta que llena un montón de páginas (y deja llena de tinta negra una página, y vacío un capítulo dieciséis) aduciendo que se ha basado en Locke y todo el mundo se ríe en su cara, pero cincuenta años después Coleridge empieza a decir que aquello no es un caos sino que se trata de una estructura que cuidadosamente remeda el caos, y todos le creen y The life and opinions of Tristram Shandy, gentleman se convierte en el predecesor de todos los libros-diarrea, y Laurence Sterne ríe al último y ríe mejor.

Un libro terminado es Arthur Schopenhauer, que llenaba cuadernos a los dieciocho años porque se le había ocurrido algo: algo brillante que redondea una década después una cosmogonía feroz y completa que publica con su herencia y a la que nadie hace caso durante cuarenta años. Y que, cuando al final de sus días accede a revisar esos juvenilia que se llaman El Mundo como Voluntad y Representación, tan sólo atina a ampliarlos, convencido de que aquello que se le había ocurrido a los dieciocho años era, pues, tan cierto y redondo como el universo.

Un libro terminado es Schelling, que, como Schopenhauer, tuvo una idea brillante cuando aún era imberbe, pero a él todo el mundo le creyó y lo aclamó y lo convirtió en el héroe intelectual de Europa. Y que vivió de ser aquel joven Schelling lo suficiente como para, medio siglo después, entender -dolorosa convicción- que había estado equivocado todo ese tiempo, y en un acto de patetismo sin límites publicar de viejo, al otro extremo del siglo su propia refutación acertada y tremenda, pero es tarde y nadie le hace caso a ese anciano olvidado, y siguen aclamando al joven Schelling.

Un libro terminado es Goethe, que ya era el gigantesco Goethe hacía mucho antes de sentarse a escribir el Fausto, libro excedente que sólo escribió porque tuvo tiempo.

Un libro terminado es Joyce, que decide emplear los últimos diecinueve años de su vida en recolectar notitas, como Plinio el Viejo, y barajar en su mente rigurosamente lúdica aquel enjambre guiado por la convicción -confesada a Nora, su mujer- de que ha aplastado a todos salvo a ese tal Shakespeare, y al terminar aquella diarrea entregar al mundo un millón de ingenios de palabras en un orden secreto y cuatripartito, y nadie le hace ya caso porque es 1939 y ronda Europa un enigma más urgente.

martes, 17 de julio de 2007

Fragmento de un inédito

Cretessi la enfrentó. No podía dejar pasar la oportunidad de exponerla frente a los otros; tampoco, de oponer algo de elocuencia al balbuceo que acababan de escuchar.

-Cualquiera que haya pasado un rato con estos chicos sabe que, formada en ese contexto intelectual / emocional / sicosocial, esta generación se enferma con más frecuencia que cualquiera. Bebe cerveza tan cool como su nota y tan aguada como sus ideas. Necesita más sicólogos, usa más escayola, Gatorade y curitas que ninguna previa. No sólo no está segura de nada, sino que considera que estarlo es un error. La canción de moda dice Erase and rewind/ 'cause I've been changing my mind. Puestos a reflexionar sobre los temas que comúnmente omiten debido a su ligereza, como hemos visto, muestran algunas (aunque residuales) capacidades para la razón. Obligados a ejercerla, son incapaces de llegar a conclusiones. Mostradas éstas, las saludan con una sonrisa confundida y hacen otra cosa. Si les es señalada la inconsistencia entre la sonrisa y la acción, claman por su hora de consulta al sicólogo, a exponerle miedos y preocupaciones bastante de pacotilla. Estoy casi seguro que aquello se debe -o es concomitante con- una dieta basada mayormente en ensaladitas compuestas de cosas ácueas y blancuzcas como el nabo o el yogur, y escasa en proteína y sanas cosas rojas y oscuras como las que provienen de animales muertos.

lunes, 16 de julio de 2007

Silencio para quebrar

Tantas veces. Los mismos, viejos modales de manos que bloquear, pies que acomodar, mosquetones que persuadir. Cien veces. No, mil veces. A mis espaldas el silencio complica las cosas: un susurro continuo, que podría ser el viento pero no es (pero puede ser.) En fin...

Ponerse de pie sobre aquella presa. La ruta es nueva, nadie la ha hecho, sigo siendo igual a mí mismo, ¿o no? No. Estoy apurado, estoy bajo una presión ajena a mis añosas costumbres, estoy encendido y disponible como siempre, pero atrevido e insensato como nunca. Otra presa en el límite de mi alcance, un undercling diminuto, cabe decir que no es imposible, no debería ser imposible. Tensión, los dedos a reventar, el esparadrapo mantiene los tendones unidos a los huesos, al menos lo intentan con algunos de ellos, que rotos y endurecidos ya han cumplido quince años de maltratos. Ya está, suelto la presa, mis yemas se incendian, mis nudillos no terminan de aullar su crujido inútil. No los escucho: hay demasiado silencio a mis espaldas como para eso.
‑¡Cuerda!

Otro mosquetón. Éste lo compré en Francia, recuerdo; está nuevo, por fin dependo de algo que sí puede salvarme la vida. ¿Voy a darle oportunidad? Veamos. Un desplome con tres presas altas, la primera frente a mi nariz. ¿Mano derecha? Lindo, hasta puedo empotrar un nudillo. Un filito para el pie: esto es fácil, mándate. Listo, digo, la izquierda a donde pueda, que se acabe este silencio sibilante de una vez. La izquierda, sí, pero esto es muy chiquito.

Yo no debería estar aquí sino muy lejos, yo debería estar en esos sitios peligrosos a donde me meto cada vez que tengo miedo. Pero no, ahora nada de miedo, sólo ese susurro que no es nada, ese silencio respetuoso y abundante, esa maldición a mis espaldas. Nada de miedo, miedo de nada. Apenas tengo que llegar hasta ese borde y ya, pero esto es muy chiquito, muy absurdo. Más de lo mismo, manos, pies, cuerdas entre los dientes, gemidos, el click profesional de los mosquetones. ¿Miedo? No, no logro que venga. Total es sólo una ruta, un techo cualquiera, has hecho a vista techos de este grado varias veces, a ver la mano en esa arista, bacán, qué tan alto puedo llegar, ves, altazo. La tiza marca la arista hasta una altura que desde aquí, bajo el techo angular y euclídeo, se ve impresionante. El silencio murmulla, opina, tal vez compara. A ver, regresa, baja a descansar un poco, demanda una voz antigua y astuta en el distante centro de ese silencio hostil. Pero el susurro, lleno de noos y de oohs tupe mis oídos (a esa voz la he mandado callar antes de partir, sabiendo que querría quejarse: pero ha sido inútil. Ahora habla y nadie le responde, o lo que es peor, nadie la escucha.)

Bueno, es sólo cosa de llegar al borde. Y el borde está aquí nomás. Salto y llego. Claro que si estuviera escalando nunca saltaría, no ni loco, de dónde, para qué. Sobre todo para qué. Pero no estoy escalando. Bueno, hay otras presas, trato de decirme, sal pujando sobre ellas... De pronto se me traba la lengua mental, soy Evil Knievel refutando a Chomsky: sí hay pensamiento sin lenguaje, o tal vez no es pensamiento, es una mano animal en busca de un borde demasiado lejano, pero es un palo, un triplay, no una piedra. De pronto soy un animal que sólo salta. Subo, impulsado no sé sobre qué, qué lindo, como la parte ascendente del puenting, pero agárrate que te caes. El silencio sigue allí, su enorme OOHH congelado en sus gargantas grandes y secretas.

Un arco de viento. Como la parte descendente del puenting, pero hay una pared enfrente, hay un mosquetón francés irrompible que me arrastra hacia ella, hay toneladas de concreto viniendo hacia mi cara en una curva violenta. Sigo erguido: el silencio no ha logrado bloquear mi tránsito de vuelta a los instintos, a la animalidad. Pongo los pies por delante.

Implosión. Palitos chinos en desorden sobre una mesa. Caja de fósforos pisada por un elefante. Corcho de champán imposiblemente vuelto a su botella. Tobillos demolidos por el silencio. Una ola enorme viene desde el suelo, rodando hacia mi cerebro. Quiero que sea el miedo: viejo amigo, tarde vienes a salvarme de esto. Pero no es el miedo. En un instante conozco la nueva cara, el rostro tremendo de quien viene desde mí a acabarme. Un hervor de neurotransmisores, un latigazo de tendones rotos, un susto de huesos rajados, un remolino de ligamentos aplastados: es el dolor, el dolor del castigo.

Entonces grito.

(1991)

viernes, 13 de julio de 2007

Dos cegueras

Aunque limitados, el sonido y el mundo tangible son auxiliares para la percepción del espacio que nos confiere la vista. Verdaderamente, nada hay más espacial que el mundo tangible mismo: es propiamente el espacio ocupado, no alguna de sus representaciones a distancia. La vista y el sonido son sólo fantasmas acercados y repetidos por las vibraciones de determinado medio. En un mismo atardecer del final de junio, con pocas horas de diferencia, dos cegueras me ilustran sobre esto y me educan acerca de un retazo de la realidad.


La primera ocurrió en Las Viñas, unas lomas rocosas al sur de Lima adonde con frecuencia subo a escalar. En pleno solsticio invernal, la humedad allá arriba nunca baja del 100%, y la neblina es permanente. Para andar por Las Viñas y regresar a salvo no basta conocer los senderos; también hay que tener en claro la forma general de la montaña y saber escuchar los bocinazos de los automóviles en la parte urbanizada trescientos metros más abajo y hacia el norte, a los perros y niños que ladran quebrada abajo, en la parte más pobre de Villa María del Triunfo, doscientos metros abajo y hacia el sur. En la niebla cerrada de Las Viñas el remedio para la ceguera (que viene por capas) es auditivo.

Las capas sucesivamente menos visibles las determina los movimientos de enfoque ocular. Alejándose de la indiscernibilidad general el ojo descubre mundos todavía borrosos a seis metros, burbujas sucesivamente más claras a cuatro, tres, y de pronto a la distancia de una mano todo es cristalino... Pero a la hora de resolver direcciones, incluso ángulos de picado, se usa el sonido. A través de la niebla uno escucha su camino.

La segunda ceguera la provee un juguete que traje a mis hijos de algún viaje al extranjero: un laberinto tubular negro, una carrera de obstáculos laminar pero cerrada sobre sí misma en la forma de un cilindro hueco. Las paredes internas tienen surcos y estos surcos dibujan un laberinto. Se trata de pasar un cursor de un lado al otro, guiándolo con las manos. Tanto el cursor como las formas del laberinto están por completo ocultas a los ojos. La única manera de resolver el enigma es sintiéndolo. Para este remedio táctil conviene cerrar los ojos, dejar que las manos hagan su trabajo de imaginación de mundos posibles. Sin embargo noto que empecé colocando el pin cursor hacia los ojos, como si fuera a verlo, como debería estar si pudiera utilizar la vista para cumplir el papel de este Teseo ciego. Por otro lado, cabe notar que si para resolver este laberinto tubular me cupo suspender la vista y concentrarme en lo táctil, no es difícil pensar que también ayudó el sonido: la evaluación de la intensidad de los impactos del cursor contra una esquina, el roce interrumpido que insinuó un pasillo que los dedos no habían sentido (aunque, si hemos de ser fieles a la física, una y otra son vibraciones transmitidas directamente por los cuerpos materiales que ocupan (son) el espacio entre el hecho discernido y esto que insistiré en llamar YO.)

Finalmente es interesante preguntarse por si la situación se daba también en la abrumada montaña de pocas horas antes. ¿Es acaso posible aprovechar la sinestesia táctil en una situación de niebla como la que enfrentamos en Las Viñas? ¿Me serví, por ejemplo, del ángulo general del declive que se abría a mi izquierda -percibido con los pies, con las manos en el musgo húmedo- para saber si ya era momento de virar hacia la cresta? Diría que no: que la calidad de la información auditiva era tal que, aunada a lo poco que permitía ver el manto de neblina, hacía innecesario acudir a esa otra fuente tan marginal, de tan poco alcance, tan dudosa. Pero, por otro lado, creo que hay algo cierto en el hecho de que estas cosas son holistas, que se prefiguran y replican, que se nutren y construyen unas a otras. Que, en esa extraña cápsula de estímulos, todo se coyundaba no sólo para DAR, sino para también UBICAR a un persistente yo: inequívocamente conectado con el mundo.

miércoles, 11 de julio de 2007

Un colega

Álvaro era el homo faber por excelencia. El verbo “hacer” daba sentido a su día, moviéndolo de continuo hacia propósitos y cometidos y llevándolo a emprender cosas a cada minuto: montaba a gran velocidad bicicletas que él mismo armaba (y que pronto demolía contra sardineles, señoras o microbuses); atravesaba fácilmente la ciudad al trote o subía cerros cargado con mochilas que había diseñado y cosido por cuenta propia, construía muebles de madera para su madre, era un hábil pescador con sedal o atarraya, y tarareaba o cantaba a grito pelado mientras cocinaba... No todo le salía bien, pero cuando las puertas no encajaban en sus marcos o la fibra de vidrio se resistía a adoptar las formas de su imaginación, la solución obligadamente improvisada y rústica siempre podía hacerse pasar por voluntaria. Cuando, años después, incursionó en la tabla hawaiana, lo hizo tanto por el gusto al surf como al pescado –solía arrastrar un sedal con varios anzuelos tras la tabla, para furia de los demás tablistas- pero especialmente por el placer de diseñar y construir sus propias armatostes. Probaba combinaciones prohibidas de compuesto catalizador, de cobalto, espuma y resina, tejiendo matt y fibra en formas supuestamente hidrodinámicas y colocando quillas en números y ángulos inéditos según una curiosa teoría que se modificaba, como sus boards, cada fin de semana. Al realizar cada una de esas empresas, pensaba. Y mientras pensaba, hablaba o cantaba sin cesar. Álvaro era una muestra de que la vida teorética pura no era posible: demostraba la urgencia de regresar a la póiesis, al hacer sagrado; y su existencia solar y su piel bronceada hasta la negrura y las cicatrices interminables en sus manos y en su cuero cabelludo eran el epítome y la evidencia excesiva de que ese retorno rehumanizaría tarde o temprano al hombre, si es que no acababa con él primero.

Hallazgo del ave

Mi padre recuesta gallinas. Es un arte extraño, difícil y poco comprendido, cuyo desarrollo le ha tomado décadas de inspiración, perspicacia y capacidad de enmienda. Alguna vez ha intentado formar discípulos: ninguno ha tenido la paciencia o la amplitud de visión requeridas. Para muchos, para la mayoría, la posición sentada de las gallinas es la contraparte, natural y suficiente, de su pose erecta. El hecho sorprendente de que la naturaleza permita -pero de suyo no provea- otras poses, como las de una gallina echada bocarriba, los deja fríos, indiferentes.

No a mi padre. Mi padre decidió suplir esa falta, aprender a recostar de espaldas a las gallinas. Renunciar a preguntarse por los fines de esta pericia es hacerse sospechoso de nihilismo; emprender la inquisición, es postular la picota para cualquier tipo de arte, no sólo las más llevadas por el zen. Recostar gallinas, como forrar navíos o adornar cataratas o administrar la extremaunción, son actos equivalentes que ni siquiera requieren la justificación por la belleza: les resulta suficiente la espontaneidad del acto simple e innecesario.

Una gallina no se recuesta de espaldas probablemente porque, en primer lugar, no lo necesita. Pero de inmediato se suscita la cuestión de que la posición de cúbito dorsal es directa o indirectamente riesgosa para el ave más numerosa del planeta. Indirectamente, la priva de la ventaja de la altura y la facilidad de cambiar de lugar rápidamente, cuestiones fundamentales ambas para disputarle su alimento al suelo o a otras aves. De modo más directo, para casi todos los animales –salvo quizás las tamandúas- estar tirado panza arriba es una invitación para los predadores. De modo que a la gallina no sólo no se le ocurre recostarse, sino que cuando se ve recostada se turba, se azora, se conmueve y toda ella se descompone. Tras un instante de confundida alharaca está otra vez de pie y picoteando.

martes, 10 de julio de 2007

Orografías

Comprender a una cultura a partir de la orografía de la región que ocupa. Pannonia parece arenisca o caliza (seguramente en ellas se favorece la bauxita) y la superficie está rasguñada como si, por milenios, gatos del tamaño de continentes hubieran afilado las garras en este suelo.

¿Y el Perú?

"A este perplejo territorio, corrugado y compartimentado como el que más, sus pobladores lo habían ayudado cortándolo en tres regiones naturales, en veinticuatro departamentos y una Provincia Constitucional, en ochenta y ocho climas, en ocho pisos altitudinales y en veintiséis regiones políticas (incluyendo a la Provincia Constitucional). Todo ello había sido urdido por sus habitantes bajo el influjo de un notable patrón escalonado, mil veces repetido a lo ancho del espacio y a lo largo del tiempo, merced al cual dos peruanos se entendían mejor a través de su superior jerárquico que directamente uno con el otro. "

CANTO CORAL AL DOCENTE PERUANO

Yo ya no tengo paciencia para aguantar todo esto
Micaela Bastidas

Lo harán volar
con aumentos de sueldo. En masa,
lo reclutarán, lo formarán. A talleres le llenarán de certificados el expediente.
Lo facilitarán:
¡y no podrán capacitarlo!

Revisarán las planillas. Reevaluarán su plaza. Arrancarán
sus deseos, sus dientes y sus gritos,
lo racionalizarán a toda furia. Luego
lo revalorarán
¡y no podrán capacitarlo!

Coronarán con sangre su cabeza;
sus pómulos, con golpes. Y con talleres
sus costillas. Le harán morder el polvo
Lo golpearán:
¡y no podrán capacitarlo!

Le sacarán los sueños y los ojos
Querrán descuartizarlo grito a grito.
Lo escupirán. Y a golpes de multigramación
lo clavarán:
¡y no podrán capacitarlo!

Lo pondrán en el centro de la plaza,
boca arriba, mirando al infinito.
Le amarrarán los miembros. A la mala
facilitarán:
¡y no podrán capacitarlo!

Querrán volarlo y no podrán volarlo.
Querrán reemplazarlo y no podrán reemplazarlo.
Querrán capacitarlo y no podrán capacitarlo.

Querrán legislarlo, evaluarlo, medirlo,
incentivarlo, botarlo.

Querrán volarlo y no podrán volarlo.
Querrán reemplazarlo y no podrán reemplazarlo.
Querrán capacitarlo y no podrán capacitarlo.

Al tercer día de los sufrimientos,
cuando se crea todo consumado,
gritando ¡estabilidad laboral absoluta en plaza, turno, nivel y modalidad!
sobre la tierra, ha de volver.
Y no podrán capacitarlo.

No place for an English, man

Weird: que viene del anglosajón "wyrd", que significa una cosa sorprendentemente compleja. Es el pago que hace un rey a otro por haberle matado a un caballero. De algún modo es el precio de una vida. Y en las traducciones posteriores a la evangelización de obras como el Beowulf, lo sustituían por "GOD". De manera que cumplir con la ceremonia pagana del wyrd era cumplir con el dios carpintero. Sí, esto es weird. Y es wyrd. Es un justo pago. Por el juicio y por la momentánea falta de juicio. La bobalicona entrega a la vida, disfrazada de profunda convicción, ética o anética, de la libertad. Sí, esto es wyrd, y es god, que, mucho antes, era "good".

lunes, 9 de julio de 2007

Nuevo elogio del asco

¿Cuánto control tienes sobre las tareas que te son encomendadas? ¿Cuánto ignoras de ellas de antemano? Por ejemplo, me piden que prepare un punto para rappel. Me dan un rack constituido sólo por pitones, cuerda de cáñamo y un viejo martillo. En ocho minutos he preparado algo que resiste el peso de tres personas. Me piden la misma tarea y me dan un rack de Friends, cinta de nylon, mosquetones nuevos. Treinta segundos, dos mil kilos. La misma orden, pero me quitan todo y dejan sólo la cuerda de cáñamo. En el suelo hay piedritas, palillos, alambre viejo, polvo. Si mi vida (u otra) dependiera de ello, en media hora estaría terminando algo artesanal capaz de resistirme, que incluyera mis jeans, los pasadores de mis zapatos, los tacones, también, mi reloj y mi camisa rasgada, trenzada, anudada. Preguntas: ¿qué me hace capaz? ¿De dónde proviene el gozo de cumplir lo que, en el fondo, es un mandato heterónomo?

¿Por qué es tan diferente en mi trabajo? Por ejemplo, me piden que elabore el documento que describe al proyecto (XXX, en el que trabajo). Ahí empiezan los problemas. Unos admiten que sería bueno articularlos; otros, que basta sumarlos uno tras otro. Yo opino que sería óptimo articularlos pero sé que la posición de sumarlos se impondrá, en este contexto: por ser más tonta. No obstante me ofrecen una matriz de articulación que no está validada pero que parece sensata (yo mismo contribuí levemente a ordenarla). No sé si usarla; su contribución al producto (que es urgente y estúpido e inútil) es dudosa. Y ninguno de los componentes encaja con ella. La matriz debería ser como el Friend, una leva de escalada que se adapta al problema que se presenta; ésta parece más bien una piedrita: es, en sí misma, otro problema. Pero, aunque puedo ejercer la capacidad de improvisación, no me agrada. Los componentes se odian entre sí; no sucede esto con las piedritas ni con el alambre oxidado, que son neutros.

Mis ganas de acatar este otro mandato heterónomo -así dependa de ello la vida de millones de escolares: pero NO depende- son nulas. No hay gozo. Preguntas: ¿podría hacerlo mejor si supiera cosas que no sé? ¿Es un problema de falta de información? (¿No será de exceso, más bien?) ¿Qué me hace incapaz de hacerlo? ¿Y qué, de tener fe? Repetiré que no me pagan para tener esperanzas.

viernes, 6 de julio de 2007

Extensísimo teatro

-Y me quitarás la palabra, ya lo sé.
-Pero antes te diré esto: primero aprende cómo vivir, decía al Saltamontes el maestro Po. Luego, cómo no matar. En tercer lugar, cómo enfrentar a la muerte; y en último lugar, se aprende lo más importante, se aprende a bien morir.
-Pero no se trata de morir. No al comienzo. Se trata de aprender a controlar el sufrimiento. De acopiar las tres o cuatro grandes lecciones sobre el dolor que uno ha recibido en la vida (y no incluyo a las generalidades y perogrulladas célebremente enunciadas por el príncipe Siddharta Gotama) y ponerlas en fila, listas para funcionar como las partes de una línea de montaje, como una planta procesadora de dolores, de causales de dolor, de modo de poder decirle a cada una: “Pase por aquí, gracias, allá lo atenderán. ¿El siguiente?” Se trata, pues, de vivir: pero también, y sobre todo al final, sí, de morir.

Limbos

Qué poder escondido, este, el de urdir mundos con palabras, menos, con silabas, con golpes de las yemas de mis dedos sobre un rectangulo negro... es el retorno de la magia, el asombro de Toth, la perfeccion técnica del escapismo.

¿Y quién seré entonces? ¿Cómo quedaré cuando todo termine, acaso como otro ser humano que levantó la cabeza… del barro homogéneo de los que logran levantar la cabeza?

Un pie hermoso, una mano que cogí cuando del otro extremo había una niña. Me aqueja a veces esta desagradable debilidad por los seres humanos. Como el miedo terrible de Vallejo, es algo contra lo que no se debe luchar: es algo a lo que uno debería rendirse, quizá incluso aferrarse. Pero para algunos esto es todavía más dificil que persistir en el limbo que obra entre la semidivinidad, y la condición de ángel caído: en la tensión -generalmente estéril- entre la consagración y la repugnancia por los otros.

Le causo dolor a la gente. Quizó el secreto de la redención sea fractal, u homeopático: y consista en compensar el daño que causo a personas reales con los alivios que causo a personajes imaginarios a partir de daños escalares, simpáticos (en el sentido de Plotino) con los otros de mi autoría. ¿Qué dios delante de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonía?
Vaya capacidad para la desazón. Que son capas intencionales de desesperanza: esa kriptonita del pecho.

jueves, 5 de julio de 2007

Ich non tenho niente qui tell du

Yo no tengo nada qué decirle. Y sin embargo me pesa dejar la página en blanco; de modo que voy a hacer lo que siempre hago, que es poner por escrito lo que pienso, para que Ud. compruebe que en efecto yo no tengo -ni tenía- nada qué decirle.

Sin duda es posible que Ud. se moleste; es posible que Ud. se ofenda. Si yo empezara a considerar estas posibilidades, a ponderar sobre ellas, a discutirlas, entonces quizá empezaríamos a tener temas en común y de pronto podría Ud. argüir que sí tengo, por lo visto, algo qué decirle; pero ni eso es cierto, ni me provoca seguir dándole razones a un argumento no por potencial menos torcido. De manera que sus oportunidades de convencerme nacen y mueren allí. Ahora siéntese y escuche ( o lea) todo lo que yo no tengo que decirle a Ud., que es así precisamente porque no es a Ud. a quien yo le hablo, no son para Ud. estas palabras que yo escribo.

¿Qué hace la capacidad de escribir acerca de algo? La respuesta anida en algún lugar de mi fichero entre párrafos de Steiner y Chomsky y Pinker. Es esta vis gramática que los rétores medievales conocían al dedillo y comprendían a fondo: es ese fondo profundo y mentalés que nos hace a todos más iguales que lo que nadie hubiera creído antes, desde Babel hasta Cornell. Sumadas, o conectadas, estas potencias nos hacen capaces de concebir un mundo exterior gramaticado y articular con él. Pero, más importante, contribuyen a consolidar en nuestro interior una imagen gramatical del yo: herencia y luego también causa de lo escible.

Por eso, principalmente, es que yo no tengo nada qué decirle: porque la imagen gramatical de mí mismo de la que dispongo se proyecta al mundo exterior (que la subyace: es mi tesis ahora) apenas con un carácter exploratorio, inseguro, si bien a ratos entusiasta. Buscaré expresiones alternativas, perimétricas: no estoy seguro de nada de lo que afirmo. No tengo interés en demostrar la superioridad de mis puntos de vista. Me aburre la tarea de persuadirlo a Ud. de algo. Sólo me alienta la tibia tranquilidad de que, en caso de estar equivocado, yo sabré aprender de Ud., si bien lo contrario quizá no suceda. Ya no me importa. (Comprobará Ud. que, en contra de lo que muchos afirman, carezco de la arrogancia requerida para ser un maestro).

La renuncia a la persuasión es (no tengo fuerzas para negarlo) un acto de desencantamiento. No me interesa esto por su cronología tanto como por su raíz conceptual. Durante años procedí de manera distinta, y expliqué y discutí y convencí con éxito a mucha gente de muchas cosas. (Hay quien ha querido mostrarse agudo observando que por esas mismas fechas yo presumía de ser solipsista. No me demoraré aquí contestando tal flacura argumentativa.) Luego pasé por un trance de aguda comprobación de la debilidad o transitoriedad de tales persuasiones. El sustrato gramático de mi constitución del mundo porta encima un primer piso semántico, cuyo rasgo más celebrado es la defensa de la duración; la fragilidad y la mudanza de significados le son repugnantes a este principio activo. Wittgenstein observó que la metafísica proviene de una disconformidad notacional. En este caso, la ética surge de una protesta contra la disolución semántica. Qué duda cabe de que este principio no sólo limita los entusiasmos por el diálogo en la medida en que estima en poco la mudanza y cambios de opinión del interlocutor; pero lo grave, lo terminal, es que también lo hace conmigo mismo, con lo que pudiera yo argüir: de modo que logra lo que ya proclamé, que a Ud. yo no tenga nada qué decirle.

Non-rolling stones

Colecciono piedras que cuenten al menos con un lado plano.


Rosetta.
Uluru.
Half Dome
Keops
Legorum tabulas
Zagadka
Estela Raymondi


La intención original de la recolección era usarlas para complementar las presas de escalada que iba instalando en mi palestra. Descubrí que, lavadas, las piedras de un lado plano podían pegarse en la pared. Probé varios pegamentos diferentes; el que mejores resultados me dio fue una especie de terokal de servicio pesado, que no se fabrica en Perú, empleado para pegar los babilónicos (por su forma) reflectores amarillos o rojos que se emplean para señalizar carriles en las autopistas. La pasta, densa, parda, permanecía siempre flexible y soportaba impactos. Pero dejaron de importarla, de modo que cambié al Plan B, pegamento epóxico. Anduve recogiendo piedras, lavándolas y pegándolas del lado plano con soldimix a paredes durante años. Todavía hay algunas por ahí. Pero la búsqueda derivó en esta otra, la de la lista, cuyo bonding con la especie humana es algo más complejo. También deja las manos manchadas.
Hemos decidido, por ejemplo, no incluir imágenes, aunque supongo que las imágenes (ellas mismas) terminarán por encontrar su propio camino.
Esto es su propio límite. El medio es el mensaje: el mensaje es que hace una hora que hago un ejercicio de paciencia con esta interfase amigable del Blogger y no nos hemos amistado para nada. No importa. I am used to travel within limits. Nunca llegas a donde quieres. La solución budista consiste en no desear llegar a ninguna parte. En esta deriva la interfase cree que yo sé a dónde quiero llevarla, y entonces su oposición y su tesón y su lucha. Pero se confunde, porque ya no lucho, ya dejo que me lleve a publicar, apenas, estas líneas.