jueves, 16 de agosto de 2012

Hic sunt lirones


Caminando por Estocolmo, por sus cuidadas avenidas, parques con calefacción y suburbios islamizados, me entretengo una vez más cavilando en ese arbusto local, modesto y omnipresente, del que están hechos la mayoría de los setos, adornos y obstáculos al paso en esta capital. Debe haber sido una de las primeras cosas vivas que clasificó Linneo, mientras caminaba por aquí mismo. El arbusto no tiene espinas pero es realmente rudo; pierde sus hojas de seis puntas cada invierno y allí están nuevamente los brotes en abril, antes que ningún otro verde.

Me pregunto cómo se llama, no tanto el binomio que le atribuyó Linneo sino la palabra con que lo denominan en la jerigonza local. . Si yo escribiera un cuento o novela sobre esta ciudad, no podría esquivar ese dichoso nombre. No es que la literatura necesite ser así: abrigo la idea de que Fedor Dostoievsky nunca se preocupó por nominar a sus arbustos en su vasta obra novelística –suficiente densidad tenían, supongo, sus diálogos y sus torturados personajes. 

Pero, como los castaños frondosos de París que Vallejo hace intervenir en su poética, este arbusto-se ve- realmente ansía meterse en la literatura, y sin duda ya lo ha hecho en la obra de Astrid Lindgren o Selma Kagerof. ¿Acaso lo describe Stieg Larsson? No sé, no los he leído. Pregunto, como casi siempre, a Susanna, mi joven mujer.
-¿Cómo se llama ese arbusto estocolmiano que está por todas partes?
- Ni idea –replica- !Nunca lo había visto!. Y añade, probablemente con precisión: -Nadie de mi generación sabe esas cosas.

Al día siguiente, de vuelta de dejar a mi hijo en el nido, me cruzo con una madre y sus tres hijos en ruta, también, a los respectivos colegios y nidos. La mujer habla por celular, mientras empuja un cochecito doble con un niño de cuatro y otro de dos años: el mayor concentrado en un Ipod, el mocoso luchando ferozmente contra una consolita de dos botones. Detrás de ellos camina una niña de siete u ocho, con la vista fija en un Ipad, mientras a 225 millones de kilómetros de allí el Curiosity tropieza con una piedra interesante y -como yo con el arbusto, o con el blog- se pone a pensar qué hará a continuación.