lunes, 18 de noviembre de 2013

QUÉ VA A PASAR



La primera persona que no morirá ya nació. Naturalmente, la desigualdad crecerá. Quienes puedan pagarlo escaparán de la condición humana. No hay que agitar mucho la ética por ello: escapar a la condición humana natural es algo que hacemos desde siempre. De hecho el primero que lo hizo fue un australopiteco, y el distante resultado de su huida somos nosotros. No olvidemos que el otro, viejo nombre para la prolongación artificial de la vida humana es “medicina”.


Twitter será sustituido por otra cosa (para la que 140 caracteres es obsoleto, larguísimo. Gas. Rollo). El nuevo sistema empleará muecas, emoticones 3.0 y sonidos guturales polisémicos que afectarán directamente al cuerpo calloso y al cerebelo. Su uso será probablemente obligatorio para determinadas formas de expresión, como el amor o la novela o la fanaticada deportiva.

Subir como turista a la estación espacial cuesta ahora 20 millones de dólares. En pocos años, ir a dar saltos cortos al espacio en un trasbordador privado lanzado desde un lindo avión de colores costará primero doscientos mil, luego cien mil, luego apenas unas decenas de miles de dólares. Futbolistas, cantantes y estrellitas de cine nos contarán su experiencia vomitiva en la nueva alfombra roja del vuelo suborbital. Al mismo tiempo, esa facilidad para llevar cosas allá arriba disparará la tecnología de nuevos materiales, la biotecnología y la prospección minera del barrio solar más cercano (digamos de Júpiter para acá). Bolivia dejará de festejar sus exclusivas minas de litio cuando en ocho años empecemos a perforar –sin consulta previa- lunas y asteroides. Los principales inversionistas en esta cancha serán los Zuckerbergs, Bezos y Allens de las nuevas corporaciones. Algunos de ellos serán menores de edad. 

Hoy se puede comprar -a 300,000 dólares el galón- petróleo diésel excretado por unas bacterias alemanas. Las bacterias ya se están multiplicando y en diez años esta nueva industria bajará los precios al punto en que Venezuela dejará de llevársela fácil. Privados del argumento de que se acabará el petróleo, deberemos reemprender la lucha contra el cambio climático otra vez desde cero. Otras bacterias ayudarán a arreglar el problema, pero difícilmente serán argentinas o panameñas.

En Perú, tras el fallo favorable de la Corte Internacional de La Haya que nos restituye derechos sobre un vasto triángulo de agua, el gasto social se reduce para comprar fragatas capaces de defender el nuevo charco. Las discusiones acerca de cuánta es la coima y quién debería llevársela a casa sustituyen eficazmente al debate sobre el gasto en educación. Habrá dos tipos de partidos políticos: los regionales-oportunistas, sin representación congresal, y los formales-acomodaticios, sin juego alguno fuera de la plaza Bolívar. La percepción de inseguridad en el Hall de los Pasos Perdidos será creciente. Un puesto de auxilio rápido de Serenazgo será objeto de bullying por legisladores-barra brava.

Mientras nos entretenemos en eso y descubrimos una que otra tumba o ciudad perdida, el país habrá consolidado su situación de narcoestado, porque las entidades que constituyen nuestra línea de defensa contra ello –la policía, el poder judicial, los servicios de inteligencia, los legisladores, la federación peruana de fútbol- no constituyen ninguna línea de defensa contra nada, porque (corporativamente) no desean realmente cambiar, y porque han arreglado las cosas de manera que desde fuera no habrá quien los cambie. Admitámoslo: el narcotráfico tiene un plan. El Perú, no. El fútbol es sólo un síntoma de esa ausencia. ¿O qué creían?


Muy pronto un gran terremoto, grado 8 a 9, sacudirá una Lima de diez millones de habitantes ridículamente impreparados. De entre la multitud de consecuencias trágicas señalaré sólo dos o tres: que la subsiguiente burbuja de créditos para vivienda será muy interesante para los economistas e historiadores de las finanzas; que, dada la escasa calidad de la infraestructura educativa privada prevalente en Lima, si el cataclismo sucede en horario escolar nuestro bono demográfico no llegará a su pico en 2029 sino bastante antes (habrá muchos adultos mayores dependiendo de una PEA más reducida). Y que los tambaleantes gobiernos que se sucedan tras este hecho seguirán tratando de reedificar la ciudad durante décadas: un Pisco multiplicado por setenta. MachuPicchu dejará de ser nuestra ruina más visitada. Pero surgirán muchas ONGs bondadosas y la cooperación internacional volverá. En el mejor de los escenarios, incluso el narcotráfico pondrá el hombro. 

martes, 22 de octubre de 2013

La mente arcaica, sobre sí misma



Mi premisa para escribir ese libro (para no escribirlo, hasta ahora) se funda en último análisis, en la presunción de que hay un mundo exterior y que está allí, dado; y que la mente tiene, con ello, literalmente una tarea por delante. Una tarea para la que es pequeña y frágil, pero una tarea que resulta imprescindible, si algo ha de vivir.

Juegos del lenguaje, decía el bobo Ludwig, como disculpándose. Pues muy bien: admitamos entonces que la realidad no sicodélica son sólo juegos de materia. 


Yo también le he pegado a un niño. Yo también he matado a Talos.

La materia inanimada es mi asunto, Ludwig.

Y esquivar a los humanos, y vivir en una choza, y bajar hasta el hielo cada mañana.

Entonces. 

Dédalo piensa en escribir, pero no escribe. Lo suyo es oral. Las palabras deben ser dichas. Palabras que aprendió y que dirá y que con los siglos serán forsináinn o thálassa o skogan o iramkarapte o allillanmi.  No importa. Lo que le importa es decirlas antes de que las olvide. Y decir nombres, también. Nombres como Pótnia Théron, la boscosa muerte que da vida, o como Icaria - la insular vida que lo lleva muerto, trashumando de isla en isla, siendo esa carcasa, ese hueco laberinto, ese dédalo que se arrastra a sí mismo entre los hombres.

-“No sabes con quién te estás metiendo” –dice Dédalo a su cuñado.
-“No sabes con quién te estás metiendo” –responde Sísifo al suyo. 

Porque, como apuntó Levi-Strauss al observar a los melanesios (islas, siempre islas) el objetivo del matrimonio es conseguir cuñados. Cuñados que uno no sabe quiénes son: cuñados monstruosos como una potencialidad detenida y cuñados monstruosos como una dicha absurda. Eso, posiblemente, y el asombro mutuo, los empareja. Las hermanas o esposas son un pretexto.

Fine


Dédalo final sobre el mar, con su hélice -que es una vela rotatoria. Complacido en su abusiva pequeñez: complacido de que va a ser tragado por ese mar que carece de mente, persuadido ya de la inutilidad del esfuerzo de enfrentarse a lo inanimado por medio de la mente -es más: persuadido de la superioridad de lo mindless- se está entregando a Thálassos para su destrucción, pero entiende que no se trata de un sacrificio ante un ser superior, ni de un duelo entre iguales: se trata de un castigo autoinflingido. Es él, la mente, quien se aniquila al entrar en ese vacío. Del otro lado no hay dioses. 

No hay nadie.

lunes, 21 de octubre de 2013

LA IDENTIDAD COMO TERAPIA





“Dédalo” (el libro) sólo podrá ser escrito por y desde el dolor, el dolor mío, el dolor propio. La constatación jodida y personalísima de que eres Dédalo (el inventor) y que el único alivio posible de serlo es serlo en storia, fabula, y primera persona. Ser eso: un inventor arcaico, aislado (el contexto de las Cícladas, un archipiélago circular, cerrado, no es accesorio), una mente deliberadamente sin pares ni conexiones. Dédalo admite que quizá los haya allá afuera, como lo sugiere la existencia de sus dos amigos (el egipcio Amothep y su cuñado Sísifo) pero incluso ellos han sido intencionalmente mantenidos out of the loop -y ‘loop’ en protominoico se diría Cýkleon.

La incomunicación, la clausura mental, la negación de la red (de la red de pescador que Dédalo usa con ‘reticencia’, puesto que prefiere el personal, lineal y no colaborativo arpón) es la huella que deja en su vida el asesinato del niño-genio Talos, su sobrino: la única mente que consideró superior, el único genio que podría enseñarle algo, y que él en consecuencia mató.
Atenea, por el contrario, es una diosa sólo en el sentido que le insinúa o permite la Primera Ley de Clarke. Lo suyo no es magia, sino altísima tecnología. Es una conciencia futura, half-nanomáquina, half-humana, half-robot, half-doppelganger  y encima mayor que la suma de sus partes. Su misión es estimular a Dédalo a inventarla.

Esta figura sacha-teológica ha estado escondiéndose en mi literatura desde siempre: lo que viene después haciendo cosas poderosas allá lejos para que aparezca lo que viene antes. Está en “T”, en los menesteres de varios de los personajes, principalmente (recuerdo entre nieblas) en lo que hace Sasi; aparece en “Sábado”, en la medida en que la novela “Sábado” es uno de los menesteres que los personajes de “T” urden justamente ‘para que aparezca lo que viene antes’. Está, sospecho, en “2984”, en “El Porquerizo”, en “La Mano de Kazka”, quizá incluso en “El Breve Mar”. Y esta teología personal vertida en literaturas que abusan del después y trastornan el antes fue marcada, en mi nacimiento intelectual por The Last Question, de Isaac Asimov: quizá entonces el cuento más importante que he leído.





jueves, 10 de octubre de 2013

Se trata más o menos de esto

Hace unos años (siempre todo conmigo fue hace unos años) Vicente Luis Mora tuvo la gentileza de dejarse caer por casa para echar una mirada a mis viejos cuadernos. Discutimos un poco acerca de nuestras diferentes visiones de la literatura actual y futura, intercambiamos algunos libros y sacamos un par de fotos. Un tiempo después le di forma a lo que entonces quise decirle, en el texto que sigue.



Se trata más o menos de esto.

Sé que –no siendo un especialista, pero también porque soy un lego algo desdeñoso con estas ñoñerías- voy a frasear de manera bastante cruda y burda cosas que sin duda se han deliberado muy bien antes, con grados admirables de sutileza y especificidad. Pero quizá mis rudezas y palotes, al pixelar lo que hace mucho que se ve en HDTV, me sirva para acertarle al rumbo que me interesa tomar; el Universo, después de todo, es granulado. Empecemos.

Por un lado va la pretensión milenaria de contar una historia original. Según ella, se narra porque los demás trogloditas están ávidos de escuchar (allá en la cueva), de leer y finalmente de mirar (en la pantalla de plasma) historias que involucran a la gente. A gente como uno, para identificarse, o a gente diferente, para identificarse y ver que después de todo no eran gentes tan distintas. Años de mirar TV por cable luchando por el control del control remoto me han enseñado que -vista así- la narrativa humana más antigua y también más moderna está compuesta de sólo DOS historias atractivas: “mujeres y sentimientos” o “hombres y artefactos (que matan)”. Yo encuentro imposible identificarme con la primera. La segunda, al menos, me hace pasar el rato.

Por otro lado marcha el afán de contar de una manera original, es decir, usar el instrumento (la novela, pero también el cuento, el cine, etc.) de un modo, pues, novedoso, sin dejar de ser útil a efectos de contar algo. Este es el espacio principal para el desarrollo del talento narrativo, y los resultados artísticamente valiosos generalmente provienen de la confluencia de una historia muy original y un gran talento narrativo; con frecuencia, ayuda sazonar aquello con otras mixturas tales como “mujeres con armas” -vertiente favorecida por Margaret Mitchell, AXN y TNT- o bien “hombres con sentimientos”, mena que a veces le vemos a Dickens, Kusturica o Ang Lee. En fin[1].

Yo cuento para un lector cualquiera, también: pero mi lector ideal no es un lector, es un detective del lenguaje, de los atributos del significado, de los símbolos. Mientras que el lector cualquiera cierra el libro más o menos satisfecho, el detective criptófilo al que yo apunto –que no es otro que yo mismo cuando leo- no ha podido resistir la tentación de leerlo con un marcador amarillo, con un lápiz para llenar de notas y flechitas sus páginas que, precisamente por eso, lo entretienen, más, lo divierten aunque sean pesarosas y narren corazones destrozados o cabecitas degolladas.

Yo escribo desde unas pocas frases y hacia un diagrama, no hacia un texto acabado. El diagrama es la representación gráfica completa y fiel de las fuerzas que dan cuenta de lo que es narrado en ese texto que aún no existe, pero que existirá cuando lo termine. Y yo escribo para que mi lector-detective criptófilo reconstruya en su casa (o su cueva / blog / torre de marfil /  cubículo universitario / W.C.) el diagrama a partir del texto que le ofrece la editorial, empacado engañosamente en forma de libro. Pero mi mensaje no es el libro, es el diagrama: y duermo bastante en paz esperando una llamada, que no llega nunca, anunciándome que Alguien ha desentrañado la clave.
 
Con lo cual llegamos a mis viejos ejemplares de la revista Mecánica Popular y de allí a los blogs de constructores de botes.

Por razones que no es el caso detallar, he tenido oportunidad de hojear cada una de las viejas revistas de Mecánica Popular que coleccionó mi padre entre 1955 y 1982, aproximadamente. He descubierto un puñado de cosas, algunas de ellas relevantes para mi relación con la creatividad literaria o de otro tipo. Una de ellas es que releer Mecánica Popular me fascina. Otra es que ya lo he hecho antes, con cada página de cada uno de los ejemplares, más de una vez –reencuentro las marcas de mis intereses sucesivamente infantiles, adolescentes y juveniles en muchas de los artículos. Lo más importante, quizá, es que las reviso porque disfruto su método de presentar, para atraer el interés acerca de algo, los planes y planos de un proyecto. Desde luego que también está la foto o dibujo del proyecto acabado: de hecho, sobresale: abre la nota o el artículo. Pero veo –en mis subrayados- que siempre me interesó más el diagrama, el planito arquitectónico, la lista de materiales, el truco que había que hacer con las herramientas sugeridas. Esas son las matrices de mi relación con la literatura.

Por último, alimenta mi larguísima pregunta una tendencia que observo en los blogs de carpintería, especialmente anglosajones, y mucho en los que tienen que ver con proyectos náuticos. En estos espacios, el artesano proclama qué quiere hacer y luego saca la crónica de lo que va haciendo. Incluye fotografías de cada fase de la construcción, comparte con sus lectores los festejos por la culminación de cada etapa, como el acabado de la quilla, el pintado de la cubierta, la botadura, etc; y, finalmente, se dedica a navegar en el bote cuando sin duda ya está posteando los planos de la siguiente embarcación que planea construir en el garaje. El producto acabado es para su satisfacción personal; lo que se comparte es el goce de la producción, el paso a paso de la artesanía.

Mientras me adormezco, me doy cuenta que la llamada anunciando que alguien descubrió la clave no llegará nunca. Me pregunto, entonces, si esta idea que tengo es una idea original, si sirve para hacerse a la vez de una buena historia y de una manera novedosa de contar. La pregunta es: ¿qué tal si cambio la universal estrategia del escritor-con-un-plan-secreto por la del artesano-con-un-proyecto? Me olvido del texto como medio de intercambio: empleo directamente el diagrama, y antes muestro incluso la trabajosa construcción del diagrama. Y divulgo mi proyecto primero. Muestro mis planos. Cuento cómo quiero que me quede, qué velocidad quiero que alcance, por qué no puse barniz en esa área. (Me abruma cuán contradictorio parece ser esto con lo que veo como un principio de la literatura creativa, trabajar en secreto, “no arruinar la sorpresa”.) Porque no estoy escribiendo una novela de misterio; y aunque lo estuviera haciendo, me gustaría compartir el proceso, porque no haberlo compartido antes me ha dejado aburrido y algo frustrado.

Y no se trata de entretejer en colaboración con los lectores (o con una nube de coautores) novelas virtuales o colectivas, o novelas-mosaico sin término ni mapa, y dejarlo allí como un happening literario. No: se trata de atreverse a mostrar la maquila de una obra redonda, clásica, desde el inicio, y que ese proceso abierto de confección no cancele la publicación de la novela, la botadura del barquito que servirá para entretener nuestros fines de semana, engrosar nuestras bibliografías o ir a pescar con los amigos. ANTES, lo que verdaderamente importa -el diagrama, las huellas del sudor del escritor- estarán allí afuera, reveladas en su mínimo detalle: una obra quizá clásica, pero más abierta que ninguna.




* * *



[1] Para mí, la única historia es la de Robinson Crusoe. Un individuo solo, con medios escasos, librado (liberado) a la inventiva para mantener a raya a la muerte durante un rato más. Un sujeto de la obligación moral que le manda hacer todo lo que puede. Un ejemplo: un oscuro día de 1983, Jeremy Curran llegó hasta Malham Cove, en Yorkshire, lugar donde había escalado muchísimas veces antes. Jeremy se dirigió a la base de la parte central y más alta del desplome -cien metros de caliza gris- sin llevar cuerdas ni seguros, y con pausada determinación se puso a escalar, en solitario absoluto, una vía ominosa que jamás había sido ascendida de esa manera. A noventa metros de altura tuvo un grave traspié; quedó colgado de una mano, gritó algo incomprensible, se recompuso, superó el problema. Entonces hizo una pausa, el cuerpo tenso, la frente quieta contra la roca, pocos metros antes del borde de salida: sin duda para tranquilizarse y alistarse para el último paso de su jornada. En efecto, al cabo de un rato volvió a moverse, completó las pocas movidas que le faltaban y se puso de pie en la cima, en el mismísimo borde de la roca que acababa de presenciar su hazaña, puntas de pies en la roca sólida, talones en el aire. Entonces Jeremy extendió los brazos y, serenamente, se dejó caer hacia atrás. Esa es una historia de Robinson Crusoe. Otra historia de Robinson Crusoe: alguna vez le preguntaron a Pablo Casals –que frisaba los noventa años- por qué tocaba al cello cierta difícil secuencia de una partitura de Bach más rápido todavía que la velocidad improbable que exigía el compositor. Su respuesta fue: “Porque puedo”. Casals había entendido que poder es deber. Jeremy Curran también.
  

martes, 3 de septiembre de 2013

CHRONOPAUSE


Seriously: I do not exist.

I am –and as I utter this I bask in its playful wittgensteinian nonsenseness- words formerly said.

I was Vorstellung: a representation. A play -without a play, methinks.

My wasness was the blurry ghost of a continuity. Dimensions and relations held stable then disarranged within an instant. The high point of a parable. Fifteen seconds of weighlessness aboard the Vomit Comet. Then, now cometh.

Seriously, I do not exist. 

I do wonder about the passage of time, though. I seem to keep track of that, which is a strange thing for a nothingness to do. 

Maybe it’s that tracking which defines the unbeingness of the tracker –time’s origin is awkward enough to warrant a quality of ontological outcast to anything or anyone who stares at it. 

There was a guy in Silesia, a century and a half ago, who commented on this before. He also wrote that when fighting monsters one shall avoid becoming a monster oneself. Alas, it is precisely existence what was to fight me, the monster Which Was Not There. I seem to have won. It became the most confusing part of me.

I cannot help keeping track of time. I seem to be pasted to it. I reckon time does not like me. We have been enemies since the first day, or tick. 

I gather time minds its own business and just goes on ticking, but I perceive it would nicely do without me. Without this smudgy smear of inexistence riding its –let’s call it chronopause. A very thick fold, a densification, a shock wave made of advancing instants blasting nothingness out of the way. 

An abhorrent image. It conveys, to me, some tenacity, some clinging ability I do not posess, I am the exact opposite of.

But hey, it’s getting thinner and thinner.


Soon.

jueves, 18 de julio de 2013

NOTAS A UN TALLER DE SANEAMIENTO RURAL


Miro el Big Bang y la cascada de multiversos, y el fantasma del yo me parece más violento y más disperso que todo eso.

No hay algo; al rato, hay algo. Una flor o un helicóptero. No sé si la libertad o la voluntad intervinieron en cada caso. Lo que sé es que el helicóptero me gusta bastante más que la flor.

Es notable cuánto no me gusta la vida, que me ha quitado incluso el gusto por escribir acerca de ella. Sólo a ratos, como ahora, me concedo el gusto de escribir acerca de ese preciso disgusto.

Ines, hijita mía: has llegado a mi vida justo a tiempo como para extender mis razones para permanecer en ella -como lo hicieron, en su propio momento, cada uno de tus hermanos.

Pero he pasado décadas diciendo estas cosas y otras parecidas, antes incluso con más claridad y lucidez. Y algún buen gusto, quizá. No encuentro ningún incentivo para insistir. Un escritor se repite porque le pagan. Yo, me estaría repitiendo porque no me pagan.


No. Siempre fui un dodo cognitivo, y aspiro a que el Homo Superior, el transhumano chipeado y digital, cumpla con su brutal promesa ontológica y me pase literalmente por encima. 

Yo nací obsoleto.

martes, 26 de marzo de 2013

Identi's cut



Actualmente escribo una novela que empezó religiosa en 1993, tomó formas de policial hacia el cambio de siglo, y hoy oscila entre ciencia ficción y una larga (+ 500 pag.) disquisición sobre el racismo en el Perú, con apus y nazis compartiendo escenarios con la deglaciación y la anorexia. Tengo otra enorme novela que empecé en 1986 y está, ejem, esperando turno. En realidad imagino argumentos en cierta década y paso las dos o tres décadas restantes inflándolos -cuneiformateando discos duros- cinco o seis libros  la vez. He publicado poquísimo, y cada uno de mis libros ha sido descrito como lo mejor que se publicó ese año en el país. Me han traducido a francés, inglés e italiano y no he recibido ni un solo centavo por ello. En términos netos, mi literatura trabaja a pérdida. Soy lo contrario de un escritor exitoso, quizá por designio. Soy una persona solitaria, sin Facebook ni Twitter, aunque una vez tuve 23 direcciones de email al mismo tiempo, personoides que básicamente conversaban entre sí.

Wadi Rum? Colorado? Sinkiang? No, Olmos, Lambayeque. El espolón rocoso al centro de la imagen tiene 500 metros de desnivel.

Mi último libro ha sido “Caracterización de las Instituciones Educativas Secundarias en el Perú”, un estudio técnico que preparé en enero para el Ministerio de Educación. Creo que es por hacer este tipo de cosas -en vez de tener un programa de cocina o reunir danzantes de la calle- que el éxito y yo no nos llevamos bien.

Duermo con mi hijo Samuel (4) que padece broncoespasmos, para asistirlo durante la noche. Aprovecho el tiempo en vela para ultimar el diseño de una mesa que estoy construyendo en un taller casero donde conservo 17 martillos, cinco taladros eléctricos y cuatro sierras motorizadas. El arquitecto lo pensó y etiquetó como el cuarto de la empleada. Me he conseguido una vida en la que se puede vivir sin empleada, pero no sin un taller donde imaginar, construir y reparar cosas. En casa muy poco se bota, y muy poco es nuevo.  

Tengo cinco hijos, nacidos de dos madres diferentes. El mayor, Mateo, es médico, terminó la carrera en la UPCH con las notas más altas. Trabaja como research fellow en un laboratorio de investigación. Además es modelo publicitario y de pasarela: su cara abusivamente guapa está en catálogos y paraderos. El segundo, Tomás, acaba de graduarse como artista plástico, medalla de plata de su prom. No come huevo ni choclo ni queso pero vende lo que pinta, que es más de lo que logro hacer yo con lo mío. Daniel, el tercero, es un pre-adolescente sensatísimo, con un programa de ateísmo y de lucha contra la estupidez que le va a ganar muchos enemigos; cuenta con todo mi apoyo.  El cuarto, Samuel, es un chiquín hiperactivo, bilingüe –su madre es sueca- que a los dos años ya tenía once puntos de sutura en diferentes partes del cuerpo. Es mi chamba más exigente. La quinta, doña Inés del alma mía, es una suequita de ocho meses. Caminará esta semana.

Cuando la competencia era poca, solía ser el mejor escalador del Perú, y rankeaba alto en Sudamérica. He escalado muchísimo sin compañeros ni cuerda, pero estaba fuerte: una vez hice 416 barras en un día. Salté del puente Villena Rey sujetando la soga sólo con las manos. Fui el segundo peruano en volar en parapente y alguna vez en los 90s tuve el récord de permanencia en el aire. Bajé del Nevado Anticona a Costa Verde en bicicleta, 5150m de desnivel, para un récord Guinness. Correr no es lo mío pero todavía pongo menos de 2 horas en media maratón. Tengo rotos los dos tobillos, un codo y un hombro, y medio zafadas una muñeca, dos vértebras y una rodilla. Ahora tengo 52 años y el Ibuprofeno es un buen amigo.

Este invierno planeo comprarme una moto e ir (solo) a subir picos inaccesibles en el borde oriental del desierto de Sechura, en los alrededores de Olmos.


miércoles, 13 de marzo de 2013

Dos historias de Kiyahawai


Para Kiyahawai, perseguidor y cazador, dos lecciones de caza y persecución marcaban las estaciones. El invierno tenía la historia del gavilán y la avecita, y el verano le había dado la aventura del zorro y la jauría de perros.

La primera había sido de muy joven. Lo había visto suceder; nadie se lo contó. El cielo era azul y la nieve delgada sobre la pampa interminable. Kiyahawai trotaba, con dos compañeros –días atrás habían visto huella de puma- de vuelta hacia el vallecito donde acampaba la familia. Sobre el suelo inmenso nada se movía, salvo ellos tres, jadeando tranquilos hacia una brecha en el horizonte. En el aire cristalino, un fragor de combate, unos gritos o unos reflejos los hicieron detenerse y contemplar, apoyados sobre sus lanzas. Una avecita huía de un gavilán diez veces más grande que ella. Más vueltas que daban, más escalofriantes gritos del depredador y de la víctima acosada, menor la distancia que salvaba a la avecita de las garras y el pico que iba a cortarle la cabeza. Los tres muchachos vitorearon compartiendo el afán del cazador y el saber que la lucha acabaría muy pronto, con un pequeño y emplumado desayuno para el gavilán -el señor del aire, su héroe- que pronto pasaría a otras cosas, una lagartija, algún pez en la poza cercana. Vieron entonces que la avecita se estaba elevando, ganaba altura a cada esquivada, trepaba y subía forzando al gavilán a perseguirla más y más arriba, hasta que, en lo altísimo, se pudo divisar ya sólo al gavilán como un enfurecido punto negro que parecía girar sobre sí mismo, y de pronto sorprenderse, plegar las alas y caer, caer más rápido y vertical que una piedra. Entonces volvieron a ver la avecita: un puntito mucho más pequeño que bajaba apenas a unos palmos por delante de su acosador, acercándose ya demasiado al suelo, cayendo vertical sobre ellos tres: los animales más conspicuos y oscuros en la inmensidad blanca, mientras arrastraba tras de sí al poderoso gavilán. En el último momento, volando más rápido que lo que Kiyahawai había visto jamás moverse a animal alguno, la avecita giró en un esfuerzo prodigioso, y pasó por el hueco entre sus piernas y su lanza, a una mano de altura del suelo. En ese mismo instante, un paso delante de él, un estrépito de huesos y picos y garras estallando dentro de un saco de plumas hizo que los tres muchachos cayeran para atrás aullando con el mayor susto de sus vidas. El señor del aire era demasiado grande para reproducir la maniobra de la avecita. A los chicos les tomó un buen rato reponerse, estudiar entre risas la masa sanguinolenta y elegir la mejor manera de llevarla a casa al trote, a limpiarla frente al fuego y llenarse la boca con otra cosa además de la historia. Las lecciones de humildad no se comían.


La segunda lección, la estival, lo hacía reír cada vez que la recordaba. Había sido hacía unos pocos años, cuando Kiyahawai ya tenía sus propias mujeres e hijos. Había salido a cazar con un compañero y los perros de él. No le gustaba hacerlo, los perros no solían hacerle mucho caso a su dueño, llenaban la jornada de ruido y con frecuencia dejaban a la presa tan destrozada que poco era lo que quedaba para aprovechar. El verano y el sol escorzado hacían de la pampa una colección de amarillos; tras una hondonada leve, en una suavísima ladera, una roca solitaria semejante a un negro huevo semienterrado ofrecía sombra y refugio a varias presas potenciales. Hacia allá dirigieron a los perros. En eso, a pocos cientos de pasos antes de llegar a la roca, los perros se agitaron. Un zorro saltó en medio del pastizal; la persecución empezó. El zorro, no siempre visible, corría y zigzagueaba hacia el abrigo de la roca, donde Kiyahawai sabía que estaría perdido: los perros lo cercarían y agotarían o señalarían sin falta su escondite. Convencidos de eso, él y su compañero trotaron tranquilamente hacia un altozano, frente a la hondonada, desde donde se veía todo el drama. Con la jauría enloquecida a sólo unos pasos tras él, el zorro rodeó -al parecer desesperadamente- la roca y los perros lo siguieron del otro lado. Cuando apareció la presa por el otro extremo, había aumentado su ventaja. Volvió a dar la vuelta, con los perros y su estrépito tras él. Al completar la segunda vuelta les llevaba ya media roca de ventaja. Lo perdieron nuevamente de vista del otro lado, y cuando lo esperaban reaparecer no sucedió nada. Lo que apareció fue la jauría, persiguiendo enardecidamente –más con las narices que con la vista- a una presa que no estaba allí. Entonces Kiyahawai y su compañero divisaron al zorro, tranquilamente sentado en la cúspide de la roca, mirando a los perros  dar vuelta tras vuelta, hundidos hasta las narices en la trampa olfativa que su presa les había puesto. Kiyahawai y el otro no podían contar cuántas vueltas vieron dar a los perros mientras el zorro –que fue perdonado- descansaba, no sólo porque les faltaban las matemáticas para ello, sino porque estuvieron riendo durante toda esa mañana y muchos días después, hasta que la luna volvió a engordar y poco a poco volvieron las lluvias. 

martes, 5 de marzo de 2013

Pasos hacia un nihilismo topológico


Y así las vacilaciones, las conjeturas, las especulaciones sin fundamento subían como una espuma hasta hacerse la parte más visible de mi pensamiento. Era asombroso verlas apoderarse del teclado y empezara acaparar los minutos, los sonetos, las posdatas. La concatenación, el rigor, la mesura, la búsqueda de premisas sólidas para lo que se iba a decir a continuación entraba en un periodo de veda: era reabsorbido por el mar lógico en una resaca ruidosa y plena -confieso- de vergüenzas.

A punto de terminar un libro, no tengo nada de qué escribir.

Como no sea del dinero y de su falta. Como no sea del asombro ante la improductividad de mi trabajo, ante la comprobada valta de valor –de valor de cambio, de valor de mercado- de lo que escribo. Porque no es literatura. Es sicología, es autoexamen, es un escrutinio del cosmos emprendido al margen de todo trabajo de campo, es el puro censo de lo que encuentro cuando la imposibilidad de la vida burguesa me atormenta al punto de la vergüenza.

 Y ya van dos párrafos que terminan con esta palabra.

Lo que yo escribo, una vez más, no produce dinero; produce prestigio. Aún no se ha descubierto la manera de convertir el prestigio en dinero (salvo la buena estrella; pero la mía es un cuerpo de Herbig-Haro). Mis libros representan un costo neto para mi economía; escribir -profesionalmente inclusive- es un hobby oneroso que pago con mi dinero. Por eso ya no escribo. “Nadie trabaja a pérdida”. Esto, que parece una afirmación de las ciencias económicas, en este caso está en la frontera entre la metafísica y la geometría del espacio. Es mi tránsito al nihilismo topológico.

martes, 26 de febrero de 2013

La suave parodia de un presente



Ni siquiera estaba seguro de que una tarea como esta –no escribir más– sería posible. Había hecho enormes esfuerzos antes: esfuerzos que me definían, de alguna manera; mi pasado era el pasado de un escritor que no escribe. Así hay muchos. Yo –a través de los años- había terminado siendo un modelo inusual, si bien no inédito, de escritor. Yo era Bartleby, decían la crítica, Vila-Matas, mi propio pecho adolorido. No era así. Yo no prefería no hacerlo. Yo no lo hacía, y en ese largo, cuidadoso , consistente ejercicio de inacción estaba de alguna manera mi esencia.

A veces leo a escritores que ponderan Su acto de escribir, y dan una –para mí- (desmesurada, incomprensible) cantidad de atención a lo que haría Su Público frente a Su Texto. Es decir, al resultado de su operación comercial (dicho en el buen sentido, digamos el bíblico: en el que alguien tiene comercio con algo). Esa perspectiva siempre me informa de lo mismo: que mi escritura es autista, que mi lector es un dato muerto, que su materia siempre ha pesado allá afuera, como -por ejemplo- la conciencia de que en la India hay elefantes, o que es peligroso caminar por los mercados de Bagdad; pero que eso no cambia mucho lo que hago día a día yo frente al teclado.

Hasta cierto punto esto es un mail. Escribir mails siempre me gustó, o, digamos mejor, me gusta desde que escribo mails, que es poco después de que existieron los mails. Me hizo quizá inmune al diálogo, al artículo académico, o al ensayo riguroso. 


Soy una persona vieja que ha recorrido un arco de tecnologías mayor que el que recorrió cualquiera de  mis antepasados. No sé si pueda decirse lo mismo de mis hijos. Pienso que las tecnologías que ellos afrontam, usan, disfrutan o detestan se parecen más entre sí que el repertorio que a mí me tocó discernir.  Yo nací a mediados del siglo veinte, es cierto, pero devine paleolítico en cuanto pude, y en las copas de los árboles y bocabajo en las quebradas rocosas y escaleras de caoba yo hacía que mis sensores percibieran las fronteras el Espacio. Yo, un juvenil, era el feliz poseedor de un cuerpo equidispuesto en carrera hacia la Edad Industrial mientras lo regía una mente proveniente del borde de la galaxia y apuntado hacia el centro más oscuro del origen de lo humano. En ese cruce de caminos (dualista, debo reconocer, por definición) creí estar confortable… hasta que la revolución, o el oleaje, me sacaron de ese equilibrio infeliz y me hicieron ver que nada podía ser tán fácil ni plácido.

En algún momento perdí incluso el ancla de las palabras, las virtudes de tener un ‘tú’ al cual dirigirse de manera articulada, usando verbos, signos de interrogación, adverbios, comas, dibujitos, adjetivos. Dejé de escribir a mano y dejé de escribir también. Pienso que esto sucedió, entre otras cosas, para que yo empezara a tener un público. Ahora hay en esta ciudad de nueve millones de habitantes como una docena de personas que (en el curso de sus obligaciones diarias, o mensuales, o anuales) conceden unos minutos a darse un placer para mí inimaginable en otra persona, que es leerme. Leer lo que yo escribo, desdoblar el papelito metido por la ventana del auto en el semáforo, el mismo papelito que arrugué y tiré debajo del asiento hace años y que hoy termina como una sorpresiva bolita entre mis dedos cuando limpio de basuras el descuidado piso del auto.

Una de las cosas que me gustaría anotar aquí es que hay un volumen de cosas que guardé -o guardó amorosamente mi madre- estos años y que permanecen encerradas en cajas, húmedas o pudriéndose en las panzas de termitas. Menos de la mitad de aquello está en los cuadernos rescatados de un oblicuo Daniel Smisek. Estimo que la mayor parte está en hojas sueltas, en folders amarillos y verdes, encajonados. Recuerdo –y recordar esto es como combatir a nado una masa de alquitrán- páginas concretas, colores, dolores. Recuerdo uno o dos “Discurso del Hombre”. Años más tarde quise hacer una especie de homenaje a esa desmemoria poniéndole de nombre a alguna ruta “Discurso del Hombre”. No lo hice, finalmente, porque no recordé correctamente el título o porque era más conveniente ponerle a la dichosa vía Días de Hombre. Y pasaron más años, y aquel recorrido –el último que hice en el que superé a Diego, que tuvo que dejar la punta de la cuerda porque hallaba improtegible el paso que yo salvé al rato- terminó por borrarse, como todo, de mi memoria. Sé dónde está: en una quebrada rocosa. Siempre supe qué grado de dificultad llevaba, y recordaba la anécdota (Diego no tenía nada grande con qué protegerla, bajó; yo lo solucioné, fractalmente, con micronueces). Pero el nombre: ah, el nombre se borró, como se borran las letras de esos “Discurso del Hombre”, como se pierde esa cosa que fui en el cruce de caminos en que mi cuerpo y mi mente se encontraban o desencontraban, todos los días durante treinta y cuatro años de vida consciente, entre 1964 y 1998.

Viéndome, en retrospectiva, sé –sabía entonces perfectamente, y lo afirmaba seguido- que yo estaba loco. Que mi educación y mi suma de capacidades no habían logrado evitar o habían terminado por propiciar que yo fuera un desequilibrado vital, con una sumamente tenue inserción en la realidad socio-ecuménica. Y que yo, sabiendo que era un loco contextual, insistía en considerarme más ajustado que los demás a cierta realidad que no resultaba inmediatamente perceptible pero que yo tenía muy bien asimilada –porque estaba en el cruce de caminos, porque gozaba de la perspectiva inusual de quien está boca abajo despatarrado en el descanso de una escalera de caoba y tiene un IQ de más de 150, la mirada singular de quien está mirando la quebrada rocosa desde arriba, colgado de un dedo, y se está ocupando de la próxima ocultación de una de las lunas de Júpiter y de insertar una micronuez fractal para no morirse, mientras. Y esa perspectiva me informaba de que el mundo era esencial, completa, patentemente falso. Si uno se fijaba bien, sobre todo.

Que el mundo sea ilusorio no es algo que se me haya ocurrido a mí. Lo malo es que a mí se me ocurrían variedades ebullentes de esa noción. Se me ocurría que el hecho (ja, el HECHO) de que que hubiera una ilusión suponía una conciencia para la cual cierta cosa parecía real y, pues, no lo era. Para mí ni la conciencia ni la cosa eran patentes, fuera de toda duda. “Descartes es un niño de teta” -frase que no sé si adopté de Héctor Velarde o de Sofocleto- se convirtió en una especie de lema cognitivo. 

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Y los niños y las tetas y los filósofos franceses y las filosofías y elefantes hindúes y las matanzas y alquitranes en Bagdad y los lectores y el cruce de caminos y el bobo muchacho despatarrado en la escalera -sí, también él- se me presentaban de inmediato, sin reflexión o proceso congnitivo requerido, como ilusorios, como aparentes, como falsos. El universo era la buena broma que me estaba gastando Alguien: mi yo anterior, que había registrado esas cosas, incluyendo su propia apariencia, y que me las vendía al nanosegundo siguiente como fenómeno. Y yo compraba. Compraba el ilusorio fenómeno de la ilusión. El obtuso, patentemente falso fenómeno de la fantasmagoría que era el mundo. Y entonces el mundo no era, yo tampoco, y durante treinta y cuatro años la tinta y el lapicero y la hoja de papel cobraron una relevancia especial para el hecho de que algo estaba siendo pensado: el hecho, deleitable por lo material, que algo estaba siendo escrito.

Y entonces, justo entonces nacías : que habías sido expertamente anterior a todo esto.