viernes, 19 de agosto de 2016

Under(over?) the influence


Como he contado alguna vez, a inicios de los 90's y durante algunos meses yo viví en una caja de triplay a un par de kilómetros de Segunda Jerusalén, en la selva de San Martín, junto con una festiva comunidad de obreros (durante el día) y de insectos (durante la ardua noche).

Quienes recuerden mi relato “Exoesqueletos” quizá hayan sospechado que la historia tiene poco de inventada y mucho de grito de angustia y de horror. No es que las escolopendras o las cucarachas voladoras me susciten miedo: lo atroz provenía de su número. Lo peor eran los zancudos. El trompeteo no dejaba dormir y juro que eran capaces de picar a través de las frazadas.

Como las temperaturas nocturnas en el valle del Río Mayo pueden rondar los 30 grados centígrados mi solución –embadurnarme las orejas y manos de Mentholatum y embalsamarme en mi grueso sleeping-bag alpino Mountain Experience previsto para 25 grados bajo cero- tenía potenciales efectos febriles y alucinógenos. Además dejaba el frasquito verde destapado montando guardia en el único boquete que quedaba para respirar, como para disuadir a cualquier intruso con alas o patas.

Ahora sé que el mentol activa los receptores opioide-kappa, cuyos efectos (según Wikipedia) “incluyen alteraciones de la percepción del dolor, de la consciencia, del control motriz y del humor”. De cualquier manera, doy fe de que cuando el menthol llegaba a mi cerebro sobrecalentado, es decir durante seis horas cada noche, detonaba un prodigioso volcán de imágenes –lo que ya sería interesante de recordar in toto-  pero, más útil para un escritor, las acompañaba de una maraña de historias entrecruzadas que ya las querrían Balzac o Gonzáles Iñárritu. Nunca he tenido sueños tan avant-garde, tan noveau cinéma como en esa curva del km. 468 de la Marginal.

(Desde luego que siempre he abrigado la duda de si puedo decir que soy yo quien escribo: la he mencionado cómo hay en el cerebro suficientes hongos y bacterias con agenda propia, como para que necesiten muchos opiáceos para ponerse a alucinar…)

Nada de esto sería demasiado relevante para mis emprendimientos literarios de aquí en más, si no fuera porque ahora resido en la ciudad de Guatemala, y nuevamente tengo (yo o mis hongos) acceso legítimo a multitud de zancudos y frasquitos verdes de Mentholatum. De modo que como efecto colateral de mi lucha contra el zika y la fiebre Chingunkuya estoy -more lisergico- trabajando nuevamente al lado de la lúcida colectividad bacteriana que treinta años atrás escribió Un Único Desierto y del hongo unívoco y subterráneo, que, intoxicado de picaduras de zancudo, inventó CASA.

Por lo pronto estoy en una historia de la puesta a la venta en Perú de un kit para violadores, que atestigué hace dos noches, y en otra de la llegada de unos extraterrestres-aplicativo, llamados Gnosones, que intercomunicados entre sí le enseñan a cada ser humano-usuario lo que otro aprende, con lo cual en un tris se acaban las diferencias culturales, individuales, deportivas y de género.


Yo no fui, yo nunca estuve. Fue el Mentholatum.